Los autores examinan las difíciles posibilidades de
promover, mediante el sistema educativo, “la actitud más avanzada en el orden
del pensar: la crítica”. Destacan aspectos como “estimular la autonomía antes
que el éxito”, “promover la cooperación en detrimento de la competitividad” y
“descentralizar la posesión del conocimiento”.
Claudio
Jonas y Carlos R. Martínez *
La noción de enseñar a pensar corresponde a
consideraciones pedagógicas de última generación, ligadas a la expectativa de
transferir a las nuevas generaciones destrezas intelectuales que agilicen la
realización eficaz de resultados prácticos. Enseñar a pensar críticamente es el
desafío más alto. El pensamiento crítico es la actitud más avanzada en el orden
del pensar: es lo que puede permitir a cada persona entender y, por ende,
decidir, la forma más adecuada de accionar, o de abstenerse de accionar, en
cada momento y en todos los aspectos de su vida.
Ya el lactante que escupe aquello que le desagrada o
mantiene su llanto a pesar de lo que le ofrecen expresa una necesidad
desconocida y por lo tanto insatisfecha. También sucede esto con los chicos y
adolescentes que, aun sin saber por qué, se oponen a las consignas del adulto;
y en el descubrimiento científico, en el plan alternativo, en todas las
acciones innovadoras que expresen una gestión personal, grupal o comunitaria.
También una emoción discordante, un pensamiento no expresado por timidez o una
manifestación que parece indescifrable pueden ser incipientes expresiones de una
reflexión crítica. También el error, por flagrante que sea, puede albergar un
razonamiento más elaborado complejo o incluso más inteligente que el que se
requería para no cometerlo (por eso es necesario investigar la inteligencia de
cada error. Aprender de los errores no supone dejarlos pasar, como llegó a
malentenderse). La propuesta de aprender a pensar críticamente debiera integrar
la falsa antinomia “contenidos vs. enseñar a pensar” convirtiendo esta tensión
en una instancia superadora.
Durante siglos, la educación tradicional hizo
malabarismos por cabalgar sobre dos ejes: el conceptual, programático o
curricular, y el asistemático, tradicional, costumbrista o normativo. El
primero es el contenido, el segundo, el continente dentro del cual deberían desplegarse
los objetivos educacionales. La relación entre ambos ejes debiera ser de
complementariedad, pero suele ser de oposición. La importancia que se otorga a
cada uno varía: hay quienes ponen el acento en el rendimiento y usan como vara
el puntaje alcanzado, mientras que otros jerarquizan los hábitos y pautas
ético-morales adquiridos, y tratan de deducirlos en base al “comportamiento” .
Cualquiera a quien se interrogue al respecto tratará
de encolumnarse en alguna de las corrientes pedagógicas –más progresistas o más
conservadoras– pero al mismo tiempo, como mandato implícito o explícito, espera
del docente una fuerte participación como formador normativo. Y pocos docentes
eludirán este mandato.
En otras palabras, un niño, un joven, un adolescente
es enviado a la escuela para que el docente le imponga o le transmita –a pocos
les importa el cómo– conocimientos que lo capaciten para su mejor inserción
laboral pero, además y con mayor carga afectiva, se espera que las
instituciones educativas logren que el alumno reúna todas o, por lo menos,
algunas de las siguientes condiciones: que preste atención a las consignas, las
acepte y ponga en práctica sin críticas y si es posible con agrado; que lo haga
en el menor tiempo posible y correctamente; que cumpla con los horarios, no
falte más de lo imprescindible y no eluda obligaciones; que sea cortés y
obediente, limpio, ordenado y prolijo; que hable sobre lo que se le pide en el
lenguaje apropiado; que mueva y exhiba su cuerpo de manera decorosa; que
atienda a sus necesidades fisiológicas en tiempos reglamentarios; que la
vestimenta sea “correcta” y/o uniforme; que las manifestaciones sexuales,
agresivas y los sentimientos de tristeza, miedo, asco, vergüenza, celos,
envidias, amor, etc., no interfieran con la tarea; que el tiempo libre se
aproveche con el menor despliegue corporal posible; que conserve útiles y
muebles escolares; que respete y jure defender los símbolos patrios (aun antes
de que su estructura cognitiva le permita entender conceptos totalmente abstractos);
que honre a sus próceres, padres y maestros; y, por sobre todo, que no mastique
chicle en clase (comentario irónico escuchado de alumnos en diferentes
escuelas).
Sin embargo, cualquier observador desprejuiciado
admitirá que la escuela reúne tantos logros como fracasos: los primeros son
fruto de desproporcionados y casi inhumanos esfuerzos de los docentes,
desvalorizados por los alumnos; los segundos se han naturalizado resignadamente
como parte del quehacer educativo.
Prueba
sorpresa
En talleres que los autores hemos realizado en
distintos puntos del país, tanto con docentes como con alumnos, pudimos
advertir: un creciente malestar docente que se manifiesta como falta de
expectativas vocacionales, descreimiento en la importancia de la capacitación,
desvalorización de la tarea educativa, trastornos psicopatológicos; bajos
rendimientos del alumnado; escaso o nulo reconocimiento por los alumnos de que
ellos son los destinatarios y principales beneficiarios de la tarea docente;
reclamos, por parte de los alumnos, de participar en las formas y contenidos de
lo que reciben; deserción creciente de alumnos y docentes; falta de espacios
para la reflexión y capacitación docente que recojan inquietudes reales de cada
escuela; reproches mutuos entre las escuelas, las familias y las instancias
directivas; desplazamiento del eje enseñanza-aprendizaje al de
sanción-transgresión como único recurso supuesto contra la creciente violencia.
Para que el pensamiento crítico se vaya convirtiendo
en un instrumento multifuncional en cada instancia escolar, la institución
debería poner en duda los propios puntos de vista, valores, ideas y prejuicios
es condición de cualquier proceso de aprendizaje. Si los docentes no pueden
albergar en ellos la diversidad, no hay muchas posibilidades de que puedan
contener la diversidad que emerge del aula y de la comunidad.
En esta dirección, es menester estimular la
participación democrática en la gestión institucional y en la dinámica del
proceso de enseñanza-aprendizaje. Es ingenuo suponer que tanto los docentes
como los alumnos creerán en las ventajas de la democracia, en la vigencia de
sus derechos fundamentales y en las infinitas posibilidades de la inteligencia,
mientras su vida cotidiana se desarrolla en un contexto en el cual “se bajan
instructivos”, se califica o descalifica a discreción, se sanciona sin derecho
a la defensa y se toman decisiones o se impiden acciones según el lugar
jerárquico que se detente.
En el aula, ha de lograrse autoridad y respeto: lo
contrario del temor y la subordinación. No debería suponerse que, si uno no
impone su voluntad, está condenado a aceptar la de otros. Y no es acertado
entender que el respeto es un gesto de alineación u obediencia: es un
sentimiento y está más próximo a la admiración que al sometimiento. Se lo puede
estimular, pero no se lo puede imponer.
Es importante descentralizar la posesión del
conocimiento. La obtención y asimilación de los conocimientos son resultado de
una experiencia que se multiplica en el intercambio grupal y se enriquece desde
distintas fuentes, formales o informales. El docente debería ser participante y
beneficiario de una dinámica que, cuanto menos, dependa de su exclusiva
participación y presencia, más cerca estará de su objetivo. Que un chico
imagine que los adultos lo saben todo es esperable. Que los adultos vivencien
complacidos esta admiración infantil es comprensible. Pero el vínculo que así
se genera merece ser aprovechado para estimular la posibilidad del pensamiento
crítico de las nuevas generaciones. Estimular la crítica a la autoridad es el
mejor y más corto camino para ganarse el respeto. También conviene articular
los contenidos a los intereses y necesidades concretas y actuales de los
destinatarios, ya que el interés del receptor decae o desaparece cuando
advierte que está recibiendo herramientas supuestamente útiles pero cuyo
beneficio será lejano o fortuito. Y es pertinente redimensionar la importancia
exagerada que se otorgó a la memoria reproductiva: si bien toda actividad
intelectual se apoya en los conocimientos adquiridos, que son materia prima
para comprender lo nuevo y desconocido, esta condición necesaria no es
suficiente. Aquello que se incorpora sin metabolización personal tiende a
quedar como un acervo erudito sin más utilidad que su exhibición.
Estimular la autonomía antes que el éxito; promover
la cooperación en detrimento de la competitividad; respetar y estimular las
diferencias; rescatar sin juicios maniqueos “bueno-malo” la existencia de
diferentes tiempos, habilidades, intereses, momentos, características físicas,
culturales, sexuales, familiares; estas actitudes favorecen el aprendizaje y su
ejercicio se convierte en un aprendizaje en sí mismo.
La escuela tradicional se asienta en una premisa
generalmente no explicitada: pulsiones y afectos –amorosos, agresivos, de
poder, de saber, apatía, rebeldías, miedos y tristezas– deben quedar excluidos.
Casi nadie negará su existencia, pero su hábitat natural debe ser –se dice–
extraescolar: Hace falta recordar que la vida es mucho más que la
lectoescritura, las funciones matemáticas y la capacitación laboral. A partir
de restituir la importancia de esta parte de la vida será más fácil pensar –y
alentar–, con instrumentos provistos por la educación, distintas y mejores
formas de vivir.
Y es necesario reconocer la ineficacia y las
desventajas del castigo como instrumento pedagógico familiar y escolar. Aunque
los castigos y las penitencias se han ido atenuando, todavía se apela a ellos
como recurso didáctico. La mala nota, la tarea como castigo, la firma o la
amonestación, la “prueba sorpresa”, echar al alumno del aula, dejar a los alumnos
sin recreo, la repetición del curso, la burla, el reproche, incluso
notificaciones a los padres, siguen demostrando que en la intimidad persiste la
creencia en el castigo como recurso más adecuado.
En esta línea, el derecho a la educación y la obligatoriedad
de la enseñanza debe plantearse en su justo punto. La obligatoriedad de la
enseñanza es un imperativo para el Estado y un instrumento para que los padres
no interfieran en el derecho de los hijos a la educación. Pero, entendiendo
erróneamente la obligatoriedad, suele buscarse el motor del aprendizaje en la
coacción que padres y docentes ejerzan sobre el alumno. Suponer que se puede
enseñar a pesar o en contra del interesado descoloca el verdadero sentido de la
enseñanza-aprendizaje.
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* Extractado del trabajo “La aventura de aprender a pensar”, que obtuvo el segundo premio en
el concurso ABA 2007 “Una escuela que enseña a pensar”.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/