jueves, 16 de mayo de 2013

La aventura de aprender a pensar


Los autores examinan las difíciles posibilidades de promover, mediante el sistema educativo, “la actitud más avanzada en el orden del pensar: la crítica”. Destacan aspectos como “estimular la autonomía antes que el éxito”, “promover la cooperación en detrimento de la competitividad” y “descentralizar la posesión del conocimiento”.

Claudio Jonas y Carlos R. Martínez *

La noción de enseñar a pensar corresponde a consideraciones pedagógicas de última generación, ligadas a la expectativa de transferir a las nuevas generaciones destrezas intelectuales que agilicen la realización eficaz de resultados prácticos. Enseñar a pensar críticamente es el desafío más alto. El pensamiento crítico es la actitud más avanzada en el orden del pensar: es lo que puede permitir a cada persona entender y, por ende, decidir, la forma más adecuada de accionar, o de abstenerse de accionar, en cada momento y en todos los aspectos de su vida.
Ya el lactante que escupe aquello que le desagrada o mantiene su llanto a pesar de lo que le ofrecen expresa una necesidad desconocida y por lo tanto insatisfecha. También sucede esto con los chicos y adolescentes que, aun sin saber por qué, se oponen a las consignas del adulto; y en el descubrimiento científico, en el plan alternativo, en todas las acciones innovadoras que expresen una gestión personal, grupal o comunitaria. También una emoción discordante, un pensamiento no expresado por timidez o una manifestación que parece indescifrable pueden ser incipientes expresiones de una reflexión crítica. También el error, por flagrante que sea, puede albergar un razonamiento más elaborado complejo o incluso más inteligente que el que se requería para no cometerlo (por eso es necesario investigar la inteligencia de cada error. Aprender de los errores no supone dejarlos pasar, como llegó a malentenderse). La propuesta de aprender a pensar críticamente debiera integrar la falsa antinomia “contenidos vs. enseñar a pensar” convirtiendo esta tensión en una instancia superadora.
Durante siglos, la educación tradicional hizo malabarismos por cabalgar sobre dos ejes: el conceptual, programático o curricular, y el asistemático, tradicional, costumbrista o normativo. El primero es el contenido, el segundo, el continente dentro del cual deberían desplegarse los objetivos educacionales. La relación entre ambos ejes debiera ser de complementariedad, pero suele ser de oposición. La importancia que se otorga a cada uno varía: hay quienes ponen el acento en el rendimiento y usan como vara el puntaje alcanzado, mientras que otros jerarquizan los hábitos y pautas ético-morales adquiridos, y tratan de deducirlos en base al “comportamiento” .
Cualquiera a quien se interrogue al respecto tratará de encolumnarse en alguna de las corrientes pedagógicas –más progresistas o más conservadoras– pero al mismo tiempo, como mandato implícito o explícito, espera del docente una fuerte participación como formador normativo. Y pocos docentes eludirán este mandato.
En otras palabras, un niño, un joven, un adolescente es enviado a la escuela para que el docente le imponga o le transmita –a pocos les importa el cómo– conocimientos que lo capaciten para su mejor inserción laboral pero, además y con mayor carga afectiva, se espera que las instituciones educativas logren que el alumno reúna todas o, por lo menos, algunas de las siguientes condiciones: que preste atención a las consignas, las acepte y ponga en práctica sin críticas y si es posible con agrado; que lo haga en el menor tiempo posible y correctamente; que cumpla con los horarios, no falte más de lo imprescindible y no eluda obligaciones; que sea cortés y obediente, limpio, ordenado y prolijo; que hable sobre lo que se le pide en el lenguaje apropiado; que mueva y exhiba su cuerpo de manera decorosa; que atienda a sus necesidades fisiológicas en tiempos reglamentarios; que la vestimenta sea “correcta” y/o uniforme; que las manifestaciones sexuales, agresivas y los sentimientos de tristeza, miedo, asco, vergüenza, celos, envidias, amor, etc., no interfieran con la tarea; que el tiempo libre se aproveche con el menor despliegue corporal posible; que conserve útiles y muebles escolares; que respete y jure defender los símbolos patrios (aun antes de que su estructura cognitiva le permita entender conceptos totalmente abstractos); que honre a sus próceres, padres y maestros; y, por sobre todo, que no mastique chicle en clase (comentario irónico escuchado de alumnos en diferentes escuelas).
Sin embargo, cualquier observador desprejuiciado admitirá que la escuela reúne tantos logros como fracasos: los primeros son fruto de desproporcionados y casi inhumanos esfuerzos de los docentes, desvalorizados por los alumnos; los segundos se han naturalizado resignadamente como parte del quehacer educativo.

Prueba sorpresa
En talleres que los autores hemos realizado en distintos puntos del país, tanto con docentes como con alumnos, pudimos advertir: un creciente malestar docente que se manifiesta como falta de expectativas vocacionales, descreimiento en la importancia de la capacitación, desvalorización de la tarea educativa, trastornos psicopatológicos; bajos rendimientos del alumnado; escaso o nulo reconocimiento por los alumnos de que ellos son los destinatarios y principales beneficiarios de la tarea docente; reclamos, por parte de los alumnos, de participar en las formas y contenidos de lo que reciben; deserción creciente de alumnos y docentes; falta de espacios para la reflexión y capacitación docente que recojan inquietudes reales de cada escuela; reproches mutuos entre las escuelas, las familias y las instancias directivas; desplazamiento del eje enseñanza-aprendizaje al de sanción-transgresión como único recurso supuesto contra la creciente violencia.
Para que el pensamiento crítico se vaya convirtiendo en un instrumento multifuncional en cada instancia escolar, la institución debería poner en duda los propios puntos de vista, valores, ideas y prejuicios es condición de cualquier proceso de aprendizaje. Si los docentes no pueden albergar en ellos la diversidad, no hay muchas posibilidades de que puedan contener la diversidad que emerge del aula y de la comunidad.
En esta dirección, es menester estimular la participación democrática en la gestión institucional y en la dinámica del proceso de enseñanza-aprendizaje. Es ingenuo suponer que tanto los docentes como los alumnos creerán en las ventajas de la democracia, en la vigencia de sus derechos fundamentales y en las infinitas posibilidades de la inteligencia, mientras su vida cotidiana se desarrolla en un contexto en el cual “se bajan instructivos”, se califica o descalifica a discreción, se sanciona sin derecho a la defensa y se toman decisiones o se impiden acciones según el lugar jerárquico que se detente.
En el aula, ha de lograrse autoridad y respeto: lo contrario del temor y la subordinación. No debería suponerse que, si uno no impone su voluntad, está condenado a aceptar la de otros. Y no es acertado entender que el respeto es un gesto de alineación u obediencia: es un sentimiento y está más próximo a la admiración que al sometimiento. Se lo puede estimular, pero no se lo puede imponer.
Es importante descentralizar la posesión del conocimiento. La obtención y asimilación de los conocimientos son resultado de una experiencia que se multiplica en el intercambio grupal y se enriquece desde distintas fuentes, formales o informales. El docente debería ser participante y beneficiario de una dinámica que, cuanto menos, dependa de su exclusiva participación y presencia, más cerca estará de su objetivo. Que un chico imagine que los adultos lo saben todo es esperable. Que los adultos vivencien complacidos esta admiración infantil es comprensible. Pero el vínculo que así se genera merece ser aprovechado para estimular la posibilidad del pensamiento crítico de las nuevas generaciones. Estimular la crítica a la autoridad es el mejor y más corto camino para ganarse el respeto. También conviene articular los contenidos a los intereses y necesidades concretas y actuales de los destinatarios, ya que el interés del receptor decae o desaparece cuando advierte que está recibiendo herramientas supuestamente útiles pero cuyo beneficio será lejano o fortuito. Y es pertinente redimensionar la importancia exagerada que se otorgó a la memoria reproductiva: si bien toda actividad intelectual se apoya en los conocimientos adquiridos, que son materia prima para comprender lo nuevo y desconocido, esta condición necesaria no es suficiente. Aquello que se incorpora sin metabolización personal tiende a quedar como un acervo erudito sin más utilidad que su exhibición.
Estimular la autonomía antes que el éxito; promover la cooperación en detrimento de la competitividad; respetar y estimular las diferencias; rescatar sin juicios maniqueos “bueno-malo” la existencia de diferentes tiempos, habilidades, intereses, momentos, características físicas, culturales, sexuales, familiares; estas actitudes favorecen el aprendizaje y su ejercicio se convierte en un aprendizaje en sí mismo.
La escuela tradicional se asienta en una premisa generalmente no explicitada: pulsiones y afectos –amorosos, agresivos, de poder, de saber, apatía, rebeldías, miedos y tristezas– deben quedar excluidos. Casi nadie negará su existencia, pero su hábitat natural debe ser –se dice– extraescolar: Hace falta recordar que la vida es mucho más que la lectoescritura, las funciones matemáticas y la capacitación laboral. A partir de restituir la importancia de esta parte de la vida será más fácil pensar –y alentar–, con instrumentos provistos por la educación, distintas y mejores formas de vivir.
Y es necesario reconocer la ineficacia y las desventajas del castigo como instrumento pedagógico familiar y escolar. Aunque los castigos y las penitencias se han ido atenuando, todavía se apela a ellos como recurso didáctico. La mala nota, la tarea como castigo, la firma o la amonestación, la “prueba sorpresa”, echar al alumno del aula, dejar a los alumnos sin recreo, la repetición del curso, la burla, el reproche, incluso notificaciones a los padres, siguen demostrando que en la intimidad persiste la creencia en el castigo como recurso más adecuado.
En esta línea, el derecho a la educación y la obligatoriedad de la enseñanza debe plantearse en su justo punto. La obligatoriedad de la enseñanza es un imperativo para el Estado y un instrumento para que los padres no interfieran en el derecho de los hijos a la educación. Pero, entendiendo erróneamente la obligatoriedad, suele buscarse el motor del aprendizaje en la coacción que padres y docentes ejerzan sobre el alumno. Suponer que se puede enseñar a pesar o en contra del interesado descoloca el verdadero sentido de la enseñanza-aprendizaje.

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* Extractado del trabajo “La aventura de aprender a pensar”, que obtuvo el segundo premio en el concurso ABA 2007 “Una escuela que enseña a pensar”.

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